martes, 10 de abril de 2007

aprendiendo de la infancia

En el patio de mi infancia

Una vez buscando los pequeños objetos y los minúsculos seres de mi mundo en el fondo de mi casa en Temuco, encontré un agujero en una tabla del cercado. Miré a través del hueco y vi un terreno igual al de mi casa, baldío y silvestre. Me retiré unos pasos, porque vagamente supe que iba a pasar algo.

De pronto apareció una mano. Era la mano pequeñita de un niño de mi misma edad. Cuando acudí no estaba la mano porque en lugar de ella había una maravillosa oveja blanca. Era una oveja de lana desteñida. Las ruedas se habían escapado. Todo esto lo hacía más verdadera. Nunca había visto yo una oveja tan linda. Miré por el agujero, pero el niño había desaparecido. Fui a mi casa y volví con un tesoro que le dejé en el mismo sitio: una piña de pino, entreabierta, olorosa y balsámica, que yo adoraba. La dejé en el mismo sitio y me fui con la oveja. Nunca más vi la mano ni el niño.
Nunca tampoco he vuelto a ver una ovejita como aquella. La perdí en un incendio. Y aún ahora en este 1954, muy cerca de los cincuenta años, cuando paso por una juguetería, miro aún furtivamente a las ventanas. Pero es inútil. Nunca más se hizo una oveja como aquélla. Yo he sido un hombre afortunado. Conocer la fraternidad de nuestros hermanos es una maravillosa acción de la vida. Conocer el amor de los que amamos es el fuego que alimenta la vida. Pero sentir el cariño de los que no conocemos, de los desconocidos que están velando nuestro sueño y nuestra soledad, nuestros peligros o nuestros desfallecimientos, es una sensación aún más grande y más bella porque extiende nuestro ser y abarca todas las vidas. Aquella ofrenda traía por primera vez a mi vida un tesoro que me acompañó más tarde: la solidaridad humana. La vida iba a ponerla en mi camino más tarde, destacándola contra la adversidad y la persecución.

No sorprenderá entonces que yo haya tratado de pagar con algo balsámico, oloroso y terrestre la fraternidad humana. Así como dejé allí aquella piña de pino, he dejado en la puerta de muchos desconocidos, de muchos prisioneros, de muchos solitarios, de muchos perseguidos, mis palabras. Esta es la gran lección que recogí en el patio de una casa solitaria, en mi infancia. Tal vez sólo fue un juego de dos niños que no se conocen y que quisieron comunicarse los dones de la vida. Pero este pequeño intercambio misterioso se quedó tal vez depositado como un sedimento indestructible en mi corazón, encendiendo mi poesía.

Pablo Neruda, Isla Negra, 1954

Cuando era más chica leía bastante a Pablo Neruda, y su poesía me acompañó en momentos difíciles de mi vida así que le tengo un cariño muy especial...
Llegué a este texto a través de www.espaciopotencial.com.ar y me encantó, por eso lo traigo aquí a mi blog.
Creo que quienes más nos enseñan son los niños, y me gusta ver lo que la gente dice de su propia infancia y rescatar estos aprendizajes que dejan huellas para toda la vida...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Claro, la infancia marca y nos hace lo que somos...Personalmente intento no dejar de ser niña, creo que cuando pierda eso ya no seré yo auténticamente.

Fer dijo...

Entonces no pierdas eso, así continuarás siendo "vos"...

También yo siento que tengo algo de niña en mi esencia y creo que no podría cambiarlo del todo aún si lo intentara... Pero la verdad no lo intento demasiado porque debo reconocer que me encanta y que me cuesta mucho "ser adulto" (¿lo soy?????)

Carolina dijo...

Jaja...sí tenés un lado de niña claro, pero aveces sos más adulta que yo y eso de alguna manera me hace poener los pies sobre la tierra...jajja, gracias